martes, 9 de diciembre de 2008

Lana

Habían pasado tres días, tres largos días, 72 interminables horas esperando en aquella casa vieja y desvencijada. Sin poder moverse apenas para que los crujidos de la madera no alertaran a los vecinos, sin poder usar su akkra para no llamar la atención de los Buscadores. Si al menos hubiera podido invertir su mente, el tiempo hubiera pasado igual de despacio, pero él no habría sido consciente de ello. Sin embargo, eso habría hecho que todos los Buscadores de la ciudad se lanzaran sobre él como los perros hambrientos que eran.

En realidad no tenía por qué hacer aquello. Era fuerte, mucho más fuerte que los Buscadores, y podía proteger su mente de forma que ninguno de ellos pudiera entrar nunca a destruirla. Su mente era casi inexpugnable, pero no la de Lana. Así que tenía que pasar inadvertido y ser paciente, esperar a que fuera Lana a por él. – Un par de días, tres como mucho –, le había dicho, antes de apretarle con fuerza contra sí y besarle con esos labios carnosos y sensuales. No podía tardar, y entonces huirían juntos de aquella ciudad, de los Buscadores, y pasaría los días y las noches besando su pelo, perdiéndose en sus ojos, acariciando su cuerpo.

La idea le excitó, como cada vez que pensaba en ella.

– Calma, tranquilo, respira hondo… yu-han-da… yu-han-da…yu-han-da – Mientras repetía el mantra, su mente volvió poco a poco a la calma de nuevo. No podía permitirse ni un error, que ninguna de sus ondas cerebrales traspasara los muros de la casa y fuera captada por la mente de algún Buscador. – Calma… tranquilidad… yu-han-da…–

Un movimiento llamó su atención en un rincón. La rata se asomaba por el hueco de una pared, moviendo sus bigotes mientras husmeaba el trozo de pan seco que le había dejado. No podía ponerle nombre, no podía encariñarse con ella, no debía establecer un Vínculo con nada ni nadie, podrían descubrirle. Y aún así, tampoco podía considerarla una rata más. Era la rata. Su única compañera en ese vacío que lo había estado envolviendo durante tres días.

Tres días sin hacer ruido.
Tres días sin pensar en Lana.
Tres días sin usar su akkra.
Tres días sin invertir su mente.
Tres días sin ser, sin vivir, sin existir.

Sabía que no debía proyectar su mente, debía mantenerla dentro de los límites físicos de su cabeza… aunque, quizá, a pequeña escala, nadie se diera cuenta. Tal vez, un pequeño contacto con una mente inferior que estaba cerca físicamente podría pasar inadvertido. Casi sin ser consciente de ello, envió suaves ondas hacia la rata, despacio, lentamente, para no alertar a los Buscadores, pero, sobre todo, para no asustarla. Nunca se había conectado con un ser mentalmente inferior, pero suponía que un contacto brusco la haría huir, y eso era lo último que quería. Al fin y al cabo, era el único ser vivo con el que tenía contacto. Era lo más parecido que tenía a un amigo en aquellos momentos.

Poco a poco fue tanteando la pequeña mente, básica y acelerada, de la rata. Poco a poco fue entrando más profundamente, sintiendo como propio cada instinto, dejando un rastro de calma y empatía, dejándose llevar por las rápidas corrientes de energía mental que recorrían el consciente y el subconsciente del roedor, que hacía ya un tiempo que había dejado de comer y le miraba curiosa.

Pero no era la única.

De forma casi imperceptible al principio, le llegó otra rápida oleada de curiosidad. Y otra. Y otra. Y otra. La intensidad del estímulo fue creciendo, rápidamente, sin darle tiempo a reaccionar. Cientos, miles de mentes sondeaban fugazmente la suya. Y en apenas una fracción de segundo conectó con todas ellas a la vez.

La ola mental de las miles de ratas de la ciudad resonó como un grito casi físico en la calma de la noche. El pánico hizo que rompiera bruscamente la conexión, y la rata, su rata, quedó en el suelo inmóvil, mientras un hilillo de sangre aparecía por la comisura de sus labios. Pero no le importó, ni siquiera le lanzó una última mirada antes de salir corriendo de la habitación.

Maldita consciencia colectiva. Maldita memoria racial. Maldito imbécil que no lo había pensado. Ahora ya era tarde, la persecución había comenzado. Sintió los sondeos de los Buscadores, en un intento de localizarlo, y supo que el ataque era inminente. Ya no había lugar en el que esconderse, era inútil tratar de no pensar, y pronto su cuerpo estaría tendido sin vida en la calle. Podía oler su propio miedo, corría por los callejones oscuros aún sabiendo que eso no lo salvaría, la lluvia lo empapaba completamente y le impedía ver bien por dónde iba. Y todo era culpa de Lana. De las mentiras de Lana, de las falsas esperanzas que le había dado. Le había prometido que volvería a por él, y él la había esperado. No había huido él solo, como tenía planeado desde el principio. Había esperado por ella, porque lo había hechizado. Porque era adicto a su boca, a sus pechos, a sus muslos, a su sexo.

Pero Lana le había abandonado y los Buscadores le habían encontrado, así que sólo le quedaba una salida. El primer ataque fue rápido, pero no demasiado fuerte, como si sus adversarios estuvieran valorando contra quién se enfrentaban. Lo rechazó sin problemas, y comenzó a construirse una coraza, invirtiendo su mente, llevándola a lo más profundo de su subconsciente. Tan sólo una pequeña parte lo conectaba aún con el consciente. Era un punto débil por el que podían atacar, pero primero tendrían que encontrarlo y todavía le interesaba saber qué ocurría a su alrededor. Había dejado de correr, era una tontería. No iban a matarlo alcanzándolo físicamente y necesitaba las energías para proyectarlas como escudo. Llegó al final del callejón y se sentó a esperar, mientras los ataques mentales de los Buscadores se iban haciendo más y más fuertes conforme veían que no podían destruir su escudo fácilmente.

Sólo tenía que esperar, esperar a que se acercaran más para focalizar sus ataques, y entonces, cuando estuvieran suficientemente cerca, autodestruir su mente. Él moriría, eso era evidente, pero al menos la onda expansiva se llevaría por delante a la mayoría de los Buscadores. Terminaría con su tiranía. Un sacrificio menor por un bien mayor. Después de todo, él no era nadie. Y ahora, sin Lana, menos que nunca.

Las sombras del callejón se estremecieron y de ellas surgieron los Buscadores. Eran muchos, 20 ó 30 quizá, nunca había visto tantos juntos. Sabían que no podrían con él, por eso habían venido tantos. Empezó a concentrar su energía en un minúsculo punto en el centro de su cabeza. Concentración y explosión. Shakkra-dei. Concentración y…

Entre las negras túnicas y las cabezas rapadas de los Buscadores, vio un destello plateado, una túnica blanca, un rizo color fuego. Los dos Buscadores de la primera fila, un hombre y una mujer, se apartaron para permitirle ver a Lana. No estaba atada con cuerdas, pero los Buscadores no necesitaban usarlas. Casi veía los lentos y ondulantes flujos mentales que la retenían y las rápidas y punzantes ráfagas que atravesaban sus nervios. Sentía como propio el dolor que veía en sus ojos. Con calculada deliberación, la mujer que estaba a su lado le envió una corriente a lo largo de la columna vertebral. El cuerpo de Lana se arqueó en un ángulo imposible y su boca – esa hermosa boca – dejó escapar un grito desgarrador mientras todo su rostro se desencajaba. Estaba sufriendo. Estaba sufriendo muchísimo, y él debía impedirlo.

Abrió un poco su coraza y dejó escapar su deseo de hablar, su súplica porque la soltaran, porque no la hicieran sufrir más. La respuesta fue inmediata. Ella no interesaba, él era el peligroso, al que debían destruir. El que debía morir. Tan sólo dudó un momento, lo suficiente como para que Lana sufriera otra horrible sacudida. Si él moría, ella sería libre. Y Lana le había dicho que le amaba, se merecía la posibilidad de vivir, de ser feliz. Por el amor que le había entregado. Aceptó sacrificarse por ella. Rápidamente, para evitar la tentación de echarse atrás, deshizo la coraza que se había construido alrededor de su mente, y la envió de nuevo totalmente al plano consciente, donde era vulnerable. Los Buscadores atacaron de inmediato, inflingiéndole más dolor del que nunca creyó poder soportar.

Pero estaba equivocado.

Agonizante, contempló con horror como la mujer a la que había amado, la que había jurado estar a su lado para siempre, se transformaba. Sus ojos, sus pechos, su melena roja desaparecieron y tan sólo quedó la desagradable silueta, la túnica negra y la cabeza rapada de una Buscadora.

Y por primera vez en la historia, un akkrai murió no por la destrucción de su mente, sino porque le rompieron el corazón.

Elara

No hay comentarios: